Los caballos (I)
Sin el caballo, España no hubiera conquistado America; los árabes no habrían invadido el sur de la península ibérica sin sus ágiles corceles. Tampoco se habría producido la invasión de los bárbaros si los germanos no hubieran contado con sólidos y resistentes percherones, los mismos que llevaron a los cruzados hasta la Tierra Santa para combatir al infiel.
Trasportar cargas hubiera sido un trabajo más arduo para el hombre; la labranza y cultivo de los campos, una labor mucho más costosa sin la inapreciable ayuda del caballo. De hecho, hasta la invención del ferrocarril o, posteriormente, la del motor de explosión el caballo ha sido compañero vital para el nombre. Haber sido incapaz de montarlo habría equivalido hoy a no saber montar en bicicleta.
Llenos de temperamento, pletoricos de fuerza y noble raza, los caballos salvajes cabalgan libremente por la naturaleza, pero no se dejan montar. ¿Qué hubo de hacer entonces el hombre cuando quiso que lo trasportasen o le sirviera como herramienta eficaz en la faenas del campo? Decidió domarlo.
En el Antiguo Testamento, Libro del Génesis, capitulo 47:17, se dice que los egipcios ‘trajeron sus ganados a José y José dio alimento por caballos’. Hasta el 900 antes de Cristo, en el reinado de Salomón –de quien se dice que poseía 40.000 caballos de tiro y 12.000 de silla- existió una suerte de tabú sobre el caballo, extensivo a los perros y cerdos. Para los habitantes de Judea e Israel este noble cuadrúpedo estuvo indisolublemente asociado a los invasores asirios, egipcios o persas. Pero tampoco los autores clásicos arrojaron alguna luz clarificadora sobre la domesticación del caballo en el mundo occidental.
En Oriente, en cambio, el caballo como animal doméstico tiene una larga tradición de siglos. El Corán, libro sagrado para los musulmanes, describe como hora cero de la cría caballar al año 622 de nuestra era: fecha de la hégira, la huida de Mahoma de la Meca de Medina. Según el texto sagrado, durante el camino el profeta consiguió que cinco yeguas se separan del rebaño que apagaba su sed en el manantial del oasis después de varias jornadas de cabalgadura y, obedientemente, se dirigían a él. Entonces posó su mano bendecidora sobre sus frentes y llamó a cada una de las yeguas por su nombre.
Aunque se considera al profeta Mahoma el primer experto en la cría de caballos, la domesticación en Oriente se remonta a ocho siglos antes de Cristo. Más de diez milenios nos separan de aquellos pobladores del antiguo Irán y Asia central, quienes, para desplazarse y recorrer sus vastas estepas, se vieron forzados a subirse al lomo de indómitos caballos convirtiéndose en los primeros pueblos ecuestres de la historia. A partir de entonces, el trasporte y el progreso del hombre han estado asociados al caballo. A quien pretendiera conquistar imperios no le quedaba más remedio que apostar por este animal, como Gengis Khan y Atila.
Dado el temperamento indómito del caballo, el objetivo principal de su domesticación es convertirlo en un ser dócil a las voces de su amo. El escritor oficial de caballería griego Jenofonte, quien en el siglo V antes de Cristo sentó las bases de la equitación clásica en su obra ‘Hippiké’, basándose en la paciencia y en el trato amable con el animal, recomendaba al jinete el uso conjunto de manos, piernas y voz para adiestrarlo a que frene, dé la vuelta y salte sobre un obstáculo en el acto.
Fuente | Revista Genios