Plantas de frutos comestibles (I) – La higuera
Entre los egipcios, el dulce sabor de los higos constituía el ideal de la felicidad humana y a cumbre de los deseos. La bella Cleopatra quiso que el áspid mortífero le fuera llevado en una cesta llena de estos frutos.
Platón, el gran filósofo del mundo de las ideas, pero que no se privaba de ningún placar era un gran aficionado a los higos a los que consideraba de origen divino.
En Atenas, en el período helenístico se dio un decreto que prohibía la exportación de frutos de la ciudad, dando lugar a la aparición de los primeros contrabandismos. En suelo itálico, Rómulo y Remo fueron amamantados por la loba bajo una higuera, que crecía exactamente en el lugar donde un día se construía Roma.
El hecho de que estos frutos hayan acompañado a la humanidad en las etapas principales de su evolución no es casual. Su contenido en azúcar, casi el 20%, los hace tan nutritivos que un puñado de ellos basta para vivir, por lo menos donde el sol calienta y en un tiempo donde, como en la antigüedad, la meditación formaba parte de las loables y aconsejables costumbres del hombre.
El aspecto del higo no es el común de un fruto. La cáscara es de hecho una prolongación del tallo sobre el que se insertan en el interior los minúsculos frutos granulados. La abertura del extremo sirve para dar paso a los insectos encargados de la fecundación.
Otra anécdota que une a los higos a la historia: “La tierra donde crecen estos frutos está cerca de aquí” gritó Catón lanzando un puñado de higos en medio del senado. Los romanos juntando valor se prepararon para emprender las guerras púnicas contra Cartago.
Adán y Eva para esconderse eligieron una higuera, cuyas hojas llegaban hasta el suelo formando un muro impenetrable. Elección imprudente, si se tiene en cuenta el prurito que las hojas y las ramas producen al primer contacto, por el abundante látex irritante que contienen.
Fuente | El maravilloso mundo de las plantas – Auriga Ciencia